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La vida espíritual del Cristiano

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La cuarta parte del Catecismo ortodoxo (Catecismo para adultos) del Arcipreste A. Semenoff-Tian-Chansky, traducido del francés

LA ETICA CRISTIANA


1. Fin de la vida cristiana

El fin de la vida cristiana es la unión con Dios y con los otros hombres a la imagen de la unidad de la Trinidad. Podemos alcanzar este fin por participar de la vida del Señor Jesucristo. Debemos injertarnos en Él como pámpanos en la Vid (Juan 15: 4-9). Esta unión se cumple por la fuerza del Espíritu Santo y se puede decir que el fin de la vida cristiana es la adquisición del Espíritu Santo y la recepción de sus dones. El más grande de ellos es el Amor que une a todos los hombres ya que es la fuente de la santidad. El que lo posee vive de acuerdo con la inspiración de Dios y ya no es impulsado por sus consideraciones individuales y sus inclinaciones. Entonces es verdaderamente el templo del Espíritu Santo y puede decir según el Apóstol: "Vivo, no ya yo, mas vive Cristo en mí" (Gálatas 2: 20). Así llega a ser él también santo e hijo de Dios Padre. Es por eso que el fin de la vida cristiana es necesariamente la santidad.

2. — La revelación (la escritura y la tradición)

Por su revelación, Dios mismo nos muestra el fin de una vida auténtica y el medio de adquirirla. La revelación es dada a la Iglesia, es decir, a una comunidad de hombres que ya han deseado la unión con Dios y entre ellos mismos. Y el Espíritu guarda la revelación divina, que es la experiencia viviente de la unión con Dios. Eso es lo que se llama la Tradición y su fundamento más precioso es la Sagrada Escritura, es decir, lo que de la reve­lación ha sido consignado por escrito por algunos hombres expresamente elegidos para eso por Dios. Tratar de asimilar la Sagrada Escritura es el pri­mer paso en el camino que conduce a Dios.
La Escritura está constituida por el Antiguo y el Nuevo Testamentos y forma un conjunto unido; pero para los cristianos la base sobre la que se apoya es el Nuevo Testamento, el que reposa sobre el Evangelio, en que está grabada la imagen de Je­sucristo: es allí, en los eventos de su vida, en sus palabras y en sus obras. La encarnación divina y el descenso del Espíri­tu Santo sobre la Iglesia fueron consumados una sola vez y los escritos del Nuevo Testamento dan testimonio de ellos. A estos eventos únicos no puede añadirse nada ni puede quitarse nada. La Escritura constituye así el fundamento de nuestra fe. Una lectura atenta de la Sagrada Escritura no solamente nos da conocimientos de Dios, sino tam­bién, hasta cierto punto, nos hace conocer a Dios mismo uniéndonos con Él particularmente mientras leemos el Evangelio.
La Tradición no es una colección de conocimien­tos abstractos transmitidos por la memoria. Lo que se transmite es la Verdad viviente destinada a ser asimilada por un corazón viviente. Esta asimila­ción no es posible sino con la ayuda de la Gracia. En otros términos, Dios revelándose al corazón de cada cristiano, le permite hacer suyo el conoci­miento ya recibido de la misma manera por aquéllos que le han predicado: es lo que constituye el valor de la Tradición. La verdad divina es siempre la misma; lo que sí cambia es la forma exterior, la que puede ser asimilada y ésta depende de la personalidad del que debe recibirla, de la época y del lugar en los que se produce la transmisión de la verdad. De esto resulta la variedad de oraciones y de ritos, de homilías, de obras teo­lógicas, y también el cambio inevitable de su forma.
Es así que puede incorporarse a la Tradición, fuera de la Sagrada Escritura, toda palabra escri­ta u oral propuesta por la Iglesia para alimento espiritual de los fieles. Ciertos ritos pueden incluirse en ella de la misma manera. Después de la Sagrada Escritura, han venido a constituir el cuerpo de la Tradición: las definiciones dogmáti­cas de los concilios ecuménicos, los textos de los ritos litúrgicos y también las decisiones canóni­cas, los escritos de los Padres de la Iglesia, las obras teológicas y de predicación, todos no siendo del mismo valor y pudiendo, de acuerdo con la ex­periencia viviente de la Iglesia, adquirir una significación más o menos grande en la manifesta­ción de la Tradición sagrada.

3. — Las leyes fundamentales de la vida espi­ritual del hombre y su descubrimiento en el An­tiguo Testamento

"Amarás pues al Señor tu Dios con todo tu cora­zón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con todas tus fuerzas" y "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Marcos 12: 30-31). Estas dos leyes fun­damentales de la vida del hombre "según el espíri­tu y la verdad," expresadas bajo forma de consejos o de preceptos, aparecen ya en el Antiguo Testa­mento o se manifiestan en las figuras de los hom­bres que se esforzaban por conformar su vida a ellas. Pero, en el Antiguo Testamento, solamente los hijos del pueblo electo son en primer lugar considerados como "prójimo." Tal limitación del ideal moral es inaceptable a los cristianos que conocen ya la universalidad del amor divino. Sin embargo, conviene no olvidar que el Antiguo Testa­mento solamente preparaba al Nuevo y que Israel no era sólo un pueblo entre otros numerosos, sino también una escuela de fidelidad a Dios, el pueblo de Dios, la Iglesia del Antiguo Testamento, es decir, la semilla de la Iglesia novotestamentaria universal.
Ciertas figuras de los justos del Antiguo Tes­tamento son tan hermosas que aparecen como la pre­figuración del Señor mismo. Así los inocentes que aceptan el sufrimiento: Abel, Isaac, Job, José y en fin Moisés, quien fue el guía y el doctor de su pueblo y que se dio completamente para servirle prefiguran la obra redentora de Cristo.
Encontramos también en el Antiguo Testamento ejemplos de infidelidad a Dios, malvados y accio­nes malas. Tal es el relato del crimen de Caín en el que el asesinato del hombre por el hombre está estigmatizado con un vigor sobrehumano (lo que no existe en otra religión de la antigüedad).

4. — El Decálogo

Lo que la revelación nos enseña en el Antiguo Testamento sobre la vida espiritual del hombre aparece además en numerosos preceptos entre los cuales los diez mandamientos de Moisés o el Decá­logo siguen guiando hoy día a los cristianos—los cuatro primeros enseñan al amor para con Dios, los otros—el amor para con el prójimo. La mayor parte de ellos toman la forma de prohibiciones e indican los principales obstáculos en el camino de la vida verdadera.

5. — Los dos primeros mandamientos

El primer mandamiento recuerda la verdad esen­cial del Antiguo Testamento: hay un solo Dios y es Él solo en quien está nuestra vida. "Yo soy el Señor tu Dios y no tendrás dioses ajenos delante de mí." El segundo mandamiento explica el primero: "No te harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra: no te inclinarás a ellas, ni las honrarás."
Esta es una amonestación contra el culto pagano de dioses falsos. Existen todavía hoy idólatras inconscientes, aún entre los cristianos: todos los que toman por valor supremo cualquier valor rela­tivo, por ejemplo el triunfo de su propio pueblo, o de su raza o de su clase social (así todas las especies de patriotería, de racismo o de comunismo). El que lo sacrifica todo por el dinero, la gloria, la ambición o la satisfacción personal, se fragua un ídolo y lo adora. Todo cuanto es traición con­tra Dios, sustituyendo la mentira por la verdad, y al mismo tiempo subordinando el todo a una parte, lo más elevado a lo más bajo.
Esto es una desnaturalización de la vida, una enfermedad, una monstruosidad, un pecado que lleva al mismo idólatra a su propia ruina y muchas veces a la de otras personas. Es por eso que puede con­siderarse el segundo mandamiento como una amones­tación contra todo pecado en general.
6. — El tercer mandamiento

El tercer mandamiento — "No tomarás el nombre del Señor tu Dios en vano" —salvaguarda la base de nuestras relaciones con Dios, la oración. Es por su Palabra que Dios creó el mundo. La Palabra de Dios se hizo carne y nuestro Salvador. Es por eso que nuestra palabra también (no olvidemos que estamos hechos a la imagen de Dios) tiene una gran potencia. Debemos pronunciar cada palabra con prudencia y en particular el Nombre de Dios, que nos ha sido revelado por El mismo. Hay que emple­arlo solamente para rezar, bendecir o para enseñar la Verdad.
Tomando en vano el Nombre de Dios, acabamos por olvidarnos de cómo emplearlo justamente y debili­tamos nuestra facultad de unión con Dios. El Señor Jesucristo nos pone en guardia contra el juramento (Mateo 5: 34-37). Más perniciosos aún son la blas­femia, la murmuración contra Dios, el sacrilegio y la jura. Pero toda palabra falsa o mala tiene un poder destructor: puede destruir la amistad, la familia, naciones enteras. El Apóstol Santiago afirma vigorosamente la necesidad de refrenar la lengua (Santiago 3: 2-10). Si Dios y su Palabra son la Verdad y la Vida, el diablo y su palabra son mentira y la fuente de la muerte. El Señor di­ce que el diablo es, desde el principio, homicida, mentiroso y padre de mentira (Juan 8: 44)

7. — El cuarto mandamiento

"Acordarte has del día de reposo para santifi­carlo: seis días trabajarás, y harás toda su obra; mas el séptimo día será reposo para el Señor tu Dios." Este mandamiento nos recuerda que nuestras ocupaciones constituyen un camino que conduce ha­cia Dios o que nos aleja de El: sólo en Dios en­contramos descanso. En el Antiguo Testamento, el día del sábado era la imagen del reposo de Dios después de la creación del mundo: al participar del reposo de Dios, el hombre tiene acceso a una e-levada vida espiritual, contemplativa, a la que se acostumbra.
Para los cristianos, el día del Señor es el do­mingo, día de oración, día en que recibimos la Palabra de Dios y la Eucaristía. Los primeros cristianos fueron excomulgados (puestos fuera de la comunión de la Iglesia), si por dos domingos segui­dos no comulgaban.
Cristo enseñaba que es imposible separar el amor por Dios del amor por el prójimo y dio testimonio de esto por curar a los enfermos en el día consagrado a Dios, el sábado.
Hoy día, el signo de nuestro amor por Dios, inseparable de nuestro amor por nuestro vecino es la Eucaristía: es lo que nos da la fuerza para practicar el bien. Es por eso que el domingo y los días de fiesta celebramos la Eucaristía.

8. — El quinto mandamiento

"Honra a tu padre y a tu madre para que tus días se alarguen en la tierra que el Señor tu Dios te da." Este mandamiento no es solamente una invita­ción a amar a los padres, sino que es también la indicación de un punto de partida para amar a to­dos los hombres. En efecto, para aprender a amar a todos, es necesario primero amar a los que nos son más próximos (I Timoteo 5:8). El modelo del amor perfecto nos fue dado por el amor del Señor por su Padre. La unidad a que somos todos llama­dos comienza en la familia cristiana. — Es sobre el respeto de los padres y la atención a sus con­sejos que está fundada la cultura. La irreverencia para ellos (personificada por Cam, el segundo hijo de Noé) es el origen de la decadencia de toda sociedad humana y de separación de la Iglesia.


9. — El sexto mandamiento

"No matarás" — es un mandamiento esencial, el homicidio siendo el contrario mismo del amor. Amar significa desear para aquél a quien se ama la plenitud de todos los bienes, de los cuales, ante todo, la vida eterna. El homicidio es también un suicidio, porque destruye, en el corazón del que mata, el fundamento mismo de la vida: el amor. En cuanto al suicidio de hecho es el más grave de los pecados: es en efecto la negación de toda confian­za en Dios, de la esperanza en El y también de toda posibilidad de arrepentirse. Es propiamente el ateísmo puesto en práctica y la cosa más con­tranatural que puede cometer un hombre. Los medios de cometer homicidio y suicidio son innume­rables, sobre todo si se considera que estos actos pueden ser cometidos, no solamente por las armas y la violencia, sino también indirectamente por una palabra o por un silencio, por mirar o por negarse a mirar. Todo pecado, en calidad de violación de las leyes de la verdadera vida, es un homicidio indirecto. Es homicidio igualmente la negación de defender o de salvar a otra persona.
Ocurre, sin embargo, que la defensa de otro exige además del sacrificio personal, la violencia y hasta el homicidio. Es así que se encuentra justificado el combatiente que mata en la guerra, si es que no es motivado por el odio o por la sed de la sangre. Pero eso mismo está muy lejos de justificar siempre la guerra, que en sí en un mal.
La principal responsabilidad de la guerra es llevada por los jefes de los gobiernos y de las naciones. La política y los medios de hacer gue­rra son sometidos también a un juicio de orden moral. Esto se olvida cada vez más en nuestros días.

10. — El séptimo mandamiento
Toda unión extra-conyugal entre un hombre y una mujer es una violación directa del mandamiento: "No cometerás adulterio." Pero toda acción que fa­vorece un exceso de los sentidos lo viola igual­mente.
En el matrimonio cristiano, en que la vida sexual es condicionada por relaciones personales basadas en un amor profundo, no resulta perturbada la armonía moral. Fuera del matrimonio, al con­trario, la manifestación del instinto sexual se aísla fácilmente en su propia esfera, lo cual des­truye la integridad de la persona humana. Y hay tanto peligro de esto porque los elevados impulsos creativos del hombre están estrechamente ligados a su vida sexual. La continencia aumenta las fuerzas espirituales mientras que el desarreglo las debilita; además, provoca muchas veces enfer­medades de las que hasta los descendientes del que así ha pecado llevan el peso. Los desarreglos de la vida sexual provocan desórdenes en las rela­ciones con el prójimo y a veces una viva agresi­vidad. En la lucha con las tentaciones del pecado, sobre todo en esta esfera, los solos esfuerzos de la voluntad no bastan. Aquí, es indispensable ejercer los mejores recursos intelectuales y espi­rituales, en particular, la oración, participación de la vida de gracia de la Iglesia, y sobre todo, un amor viviente por Dios y el prójimo.


11. — Los mandamientos VIII, IX y X

"No hurtarás." Este mandamiento nos pone en guardia contra un pecado que puede perjudicar seriamente el amor entre los hombres.
La propiedad es frecuentemente una condición necesaria a la vida del hombre, a la seguridad de su futuro y a veces es también un vínculo con su pasado, la condición de su trabajo creativo o bien el fruto de su obra. Como el nombre, la propiedad puede ser el símbolo del hombre mismo. Es por eso que, cuando un hombre hurta, puede hacer un daño profundo a su personalidad y causarle así una ver­dadera mutilación moral. Sin embargo, no conviene dar una importancia absoluta a los aspectos aislados de la propiedad particular o colectiva. En sí la propiedad no es ni mala ni buena, pero conforme a la enseñanza de San Casiano, sólo puede conver­tirse en un bien o en un mal.
La doctrina de Cristo no permite el estableci­miento de ningún sistema económico, sino que da el criterio necesario para juzgar la propiedad en los diversos casos que pueden presentarse. Este criterio es el bien espiritual del hombre.
El noveno mandamiento: "No hablarás contra tu prójimo falso testimonio" condena la declaración falsa en un tribunal, pero además, es interpretado por los comentadores de la Iglesia como una amo­nestación contra todo pecado hecho por palabra, y así llega a completar el tercer mandamiento.
El décimo mandamiento nos pone en guardia con­tra la envidia y la codicia, dicho en otros térmi­nos, contra el mal interno que es la causa del mal externo. En este respecto, el último mandamiento recuerda los del Nuevo Testamento.
12. — La moral del Nuevo Testamento comparada con la del Antiguo Testamento
Si el Antiguo Testamento, en sus preceptos de amor para con Dios y el prójimo, nos revela ya el fundamento de la vida verdadera, apenas nos des­cubre lo que la constituye interiormente. En efec­to, el Decálogo nos indica solamente lo que es contrario al amor, y además nos muestra los frutos del mal. Pero el Nuevo Testamento nos revela la vida verdadera en toda su plenitud como el amor divino en su perfección. Este amor se manifiesta en la persona de nuestro Señor Jesucristo, Dios mismo hecho hombre, en su vida y en su doctrina— y más tarde en fin, por la fuerza del Espíritu Santo después de Pentecostés, en el corazón de los cristianos.

 

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